
La ciudad nunca estuvo tan desierta. El cielo estaba abarrotado de nubes grises, casi negras y el viento soplaba avisando de la proximidad de una enorme tormenta. Pero me gustaba.
No sabría explicar el porqué siempre me fascino aquella sensación de soledad, tranquila y consoladora. Sentía que por fin encajaba en el mundo. Un mundo frio, gris y solitario, pero era el más parecido a mi.
Había pasado la tarde recorriendo aquellos lugares que algún día fueron importantes para mi. Y en aquel momento me dirigía hacia un banco donde había pasado horas y horas tomando refrescos con quienes consideré amigos.
Me senté en él y suspiré, justo al tiempo que unas finas gotas empezaban a descender del cielo grisáceo, dibujando motas de distintos tamaños en el asfalto, donde mis ojos estaban fijos. Pero no pensaba levantarme.
En apenas unos minutos, tenía la ropa y el pelo completamente empapados, pero aquellas gotas me hacían sentir algo más que frio y soledad. Me hacían sentir que seguía siendo yo, aunque no fuera del todo agradable.
Y no me levanté. No me refugié ni deseaba que pasara la tormenta.
Tal vez me quedé bajo la lluvia porque sabía que nadie iba a venir a buscarme. O porque sabía que en la cueva que era mi habitación llovía cada noche, y aquello no era peor.
Puede que no corriera a refugiarme porque quería seguir en aquel banco. O por el miedo a que desapareciera aquella sensación de realidad y, a la vez, todo lo contrario.
·
Y seguiría volando entre aquellas gotas de lluvia ácida, mientras el resto observaban el chaparrón desde el calor de sus hogares.
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